Si bien podemos esbozar las líneas esenciales de la ideología
funeraria de los pueblos indígenas durante las épocas anteriores
a la romanización -o durante las fases más antiguas de la misma-,
es mínima la información proporcionada por la arqueología
en tierras aragonesas. Ello se debe, indudablemente, a la ausencia de
prospecciones y de excavaciones sistemáticas en muchas zonas y
también a las características del ritual funerario, que
dificultan sobremanera la conservación de los hallazgos. Aquél
viene definido, como en los tiempos anteriores, por la incineración
en urnas.
En el mundo de la Celtiberia las -todavía escasas-
necrópolis localizadas, sin presentar la alta densidad o la riqueza
relativas de las limítrofes áreas de Soria o Guadalajara, ofrecen
algunos elementos seguros. El emplazamiento se suele dar en las
cercanías de los poblados y en lugares de no difícil acceso.
Algunos cementerios, arrancando desde los ss. VII-VI, presentan una vigencia
hasta finales del s. IV (como los del bajo Jalón o las cercanías
del Ebro), pero otros se prolongan hasta el s. II: tal es el caso de las
necrópolis de Arcobriga, Daroca o Griegos. De cualquier forma,
sorprende el empobrecimiento del ajuar metálico en esta segunda fase,
típicamente <<celtibérica>>, hipotéticamente
relacionado por algunos autores con el control de los focos minerales de la
zona por parte de las potencias coloniales (púnicos o romanos), en
explicación posible pero no totalmente convincente. Las sepulturas son
individuales por lo general, y las cenizas del muerto se depositaban en una o
varias urnas cerámicas (a veces directamente en un hoyo), protegidas,
como el escaso ajuar existente -armas, brazaletes, fíbulas, cuentas de
collar o instrumentos diversos- con lajas pétreas. La cubierta del
espacio funerario se realiza con cubiertas tumulares de piedra (Griegos, Azaila, La Humbría de
Daroca) o de piedra y adobe
(necrópolis de Épila o de las cercanías del Ebro). En
Aragón no se ha atestiguado la presencia de estelas alineadas -para
marcar el emplazamiento de la urna- atestiguada en necrópolis como la de
Luzaga (Guadalajara), pero alguna anepígrafa ha surgido en
contexto funerario (Griegos, La Humbría).
Tampoco en el ámbito ibérico es mucho lo que la
arqueología ha revelado desde un punto de vista estructural. La mayor
parte de los datos que poseemos son inconcretos (El Puntal de Fraga,
Manzanera), y en el caso de Azaila asistimos a la perduración de una
necrópolis de carácter hallstáttico. Las recientes
excavaciones de Huesca han exhumado restos que siguen la tónica general
de las estructuras tumulares (cuadradas y circulares), con una segunda fase de
enterramientos ibero-romana -tras la primera hallstáttica- en la que,
además, hay una novedad importante desde el punto de vista ritual. Se
trata de la alternancia de la incineración típica con la
inhumación. Esta última variante es realmente excepcional entre
los pueblos indígenas y, hasta la fecha, se ha atestiguado sólo
en dos variantes que presentan un gran interés. La primera es la de los
enterramientos infantiles que se practicaron en diversos poblados, bajo el
suelo de las viviendas y junto a los muros normalmente, en ocasiones con
ofrendas animales asociadas -como en La Puebla de Híjar o el
Tarratrato de Alcañiz-. La geografía de los hallazgos
parece indicar que se tratase más bien de una costumbre de los pueblos
del ámbito ibérico, con paralelos claros en el Levante y
Cataluña; no hay que olvidar, con todo, su documentación en la
Celtiberia (Botorrita, Numancia y otros) y los antecedentes de la I Edad del
Hierro del yacimiento de Cortes de Navarra. La perduración del ritual en
época romana es clara en la colonia de Celsa (Velilla de Ebro) o
en Torres de Albarracín. La otra excepción a la norma
incineradora viene dada por el enterramiento de individuos adultos bajo una de
las torres de Bilbilis, en posición violenta y asociados a restos de
animales (entre ellos córvidos), en lo que puede ser un ritual
sacrificial de fundación.
El resto de las evidencias que sirven para completar la antropología de
la muerte en los pueblos indígenas tienen un carácter distinto.
Se trata de la iconografía contenida en las estelas -anepígrafas
en su mayoría-, en diversos monumentos relacionados con el mundo
funerario y en las escasas, pero muy importantes, citas de autores
clásicos sobre las creencias indígenas en este horizonte de su
religiosidad. Por SILIO ITALICO sabemos que los celtíberos no utilizaban
para sus guerreros muertos el ritual característico de la
cremación, sino que los abandonaban en el campo de batalla para que
fueran devorados por los buitres, en la creencia de que, de este modo, sus
almas eran llevadas a los cielos (Pun. 341-343). Esta información, que
presupone la creencia en la vida de ultratumba y en la morada astral de los
muertos, viene confirmada arqueológicamente por la frecuencia del
simbolismo astral en las estelas indígenas de la zona, así como
por escenas representadas en la cerámica de Numancia o en estelas
funerarias como la de El Palao de Alcañiz (o en el monumento de
La Vispesa, en el que los buitres han sido sustituidos por un grifo,
también en actitud de devorar el cadáver del guerrero muerto). Se
trata, por tartto, de un ritual de excepción manifestado lo mismo en el
mundo ibérico que en el celtibérico y que implica, en definitiva,
la apoteosis o heroización del muerto. La misma
heroización viene expresada por la figuración de éste
sobre caballo, en escenas bélicas de ejemplares de Caspe, El Palao
o Calaceite, o por la aparición del caballo aislado (símbolo
del viaje al Más Allá) en estelas de Valderrobres o
Valdetormo. La apoteosis se expresa, asimismo, a través de las
lanzas representadas en diversos ejemplares funerarios del bajo Aragón
(por ARISTOTELES sabemos -Pol.VII, 2-5- que los iberos fijaban en
torno a la tumba del difunto tantas lanzas como enemigos hubiera matado
éste), o por los escudos de la estela de Caspe, en la que figura
también un animal de carácter funerario y apotropaico como el
león, representado asimismo en la gran escultura de Monzón. Por
último, las espléndidas estatuas de La Albelda de Litera,
pertenecientes con probabilidad a un heroon funerario, manifiestan de
forma clara las transformaciones ideológicas que afectan al mundo
indígena por parte de los colonizadores mediterráneos, en cuanto
expresión de una <<cultura principesca>> en la que la
minoría aristocrática ostenta su rango social a través de
una nueva plástica decorativa, expresión monumental de su
recuerdo entre los vivos.
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