ÍNDICE POR ÉPOCAS

EDAD MEDIA CRISTIANA

58. GEOGRAFÍA MONÁSTICA DE LOS SIGLOS XI Y XII · M. J. Sánchez Usón.

Los siglos XI y XII son decisivos en la Historia Medieval aragonesa. En esta secuencia, Aragón surge como una entidad política con identidad propia y carácter autónomo, al independizarse del control pamplonés. Como nuevo reino, asume la necesidad de reorganizar y planificar sus recursos humanos y materiales, al mismo tiempo que prepara y acomete, desde su núcleo originario, su proyección exterior.

Los primeros logros conseguidos en esta fase de construcción territorial animarán a los aragoneses a expandirse de la montaña a la tierra llana, y la política aperturista y aliancista de la monarquía, ya iniciada por Sancho el Mayor, y secundada por Ramiro I y Sancho Ramírez, les proyectará no sólo hacia otros espacios político-sociales peninsulares sino también europeos.

En todo este proceso evolutivo, la organización monástica será determinante, ya que sobre ella descansarán las expresiones de religiosidad y la instrucción del pueblo, así como la mayor parte del sistema económico imperante basado en la explotación agrícola.

En un reino en formación, los monasterios actúan como resortes políticos movidos por la voluntad de la monarquía. Se constituyen en recintos defensivo-fronterizos y en enclaves repobladores, sirviendo también como vehículos transmisores de creencias, prácticas piadosas e innovaciones culturales.

Sus comunidades cobijan a hijos de la realeza, a los que se suman, habitualmente, descendientes de la aristocracia local. Esta composición social determina, en buena medida, la trayectoria económica de los cenobios que, al reunir a su alrededor extensos patrimonios fundiarios, se convierten en centros indiscutibles de poder.

Pero, a pesar de estas connotaciones generales, el monacato aragonés no es un fenómeno homogéneo ni estático; por el contrario, movilidad y capacidad de adaptación al medio y al momento son, quizá, sus características más señaladas.

El primitivo monaquismo del futuro Aragón, individualista, aislado e inscrito en la tradición eclesiástica hispano-visigoda, se verá invadido, paulatinamente, por corrientes europeistas reformistas de honda espiritualidad, que se dejarán sentir ya en los siglos lX y X, primeramente en aquellos lugares donde la influencia carolingia es mayor, como en el monasterio de San Pedro de Siresa, en el valle de Echo. San Julián de Navasal, Cillas, Fuenfría o San Adrián de Sasabe son algunos de los cenobios más notables y representativos del Aragón condal en este tracto temporal. Alaón, Taberna y Obarra, situados en tierras ribagorzanas, se abrirán ya, desde mediados del siglo X, al cambio radical que supondrá para el monaquismo occidental la aceptación y puesta en práctica de la Regla Benedictina.

En el tránsito del siglo X a la centuria siguiente, las expediciones "milenaristas" de Almanzor y Abd al-Malik asolan los valles pirenaicos, llevándose a su paso gran parte de los monasterios existentes, y con ellos los primeros logros conseguidos en el solar aragonés. Tras esta convulsión, será el monarca pamplonés Sancho III el Mayor quien, en las primeras décadas del siglo XI, iniciará la recuperación y fortificación del aniquilado territorio, al mismo tiempo que potenciará la restauración de la deteriorada y paralizada vida monástica. Para ello contará con la ayuda de un aliado de excepción, Oliba, abad de Ripoll, y un modelo a seguir, el impuesto por la abadía borgoña de Cluny.

La penetración de la reforma cluniacense conlleva toda una serie de cambios y transformaciones profundas que se dejan sentir en el ámbito religioso-cultural aragonés. La aceptación del rito romano o de la escritura carolina, desplazando a la antigua liturgia mozárabe y a la letra visigótica son señales evidentes de esta mutación.

Viejos monasterios, Saraso, Sasal, Ballarán o Gavín, languidecerán lentamente ante el avance imparable de las consignas europeas. Otros, San Juan de Ruesta o San Andrés de Fanlo, engrosarán la nómina de comunidades reformadas. Pero, sobre todo, nuevas fundaciones, como San Juan de la Peña o San Victorián de Sobrarbe, concentrarán bajo su autoridad a muchos establecimientos originariamente independientes, que sobreviven así como prioratos, acatando como normativa unificadora de usos y costumbres la Regla de San Benito.

Los sucesores de Sancho el Mayor propician este nuevo monacato, terminando con la atomización de los pequeños cenobios, estimulando la concentración y la fundación estratégica de nuevas casas. En el siglo Xl se anexionan a San Victorián Obarra, Taberna y Oroma. Navasal, Cillas, Cercito, Pano, Oroel y Matidero son otras tantas incorporaciones en favor del hegemónico San Juan de la Peña, objeto de principal interés por parte de la monarquía, tras su designación como panteón real. Si con Ramiro I el destino de Aragón corre paralelo al desarrollo de un monacato europeo, con su hijo, Sancho Ramírez, se completa totalmente esta etapa de conexión, al infeudar el reino, en 1089, a la Santa Sede, a quien solamente los monasterios de corte cluniacense deben sujeción.

Pero, a finales del siglo XI no todos los monasterios aragoneses llevan el sello benedictino-cluniacense. Sancho Ramírez fomenta también la constitución de comunidades de canónigos regulares, regidos por la Regla de San Agustín. Santa María de Alquézar, Loarre, Montearagón y Santa Cristina de Somport son canónicas que, a pesar de su dedicación a la «cura de almas», reunirán considerables patrimonios, integrados por propiedades tanto rurales como urbanas.

Asimismo, en este momento, otra nueva concepción del ideal y la disciplina monástica tiende a imponerse en el Occidente cristiano: el movimiento cisterciense. Aragón se verá igualmente afectado por esta nueva renovación que canaliza las aspiraciones de la espiritualidad popular: individualismo, austeridad, rigorismo, introspección.

La coyuntura política por la que atraviesa el reino es óptima para la acogida y la expansión de las comunidades de «monjes blancos».

Con Alfonso el Batallador se ha superado la barrera territorial del Valle del Ebro, Alfonso II completará la reconquista aragonesa, incorporando tierras turolenses. Monarquía y monacato vuelven a cooperar de nuevo en la tarea de reordenación del espacio, en donde el sistema colonizador de las «granjas» cistercienses facilitará la activación de la economía agraria y la atracción de población. Los monasterios de Nuestra Señora de Veruela, Piedra o Rueda de Ebro, entre otros, son los protagonistas principales de esta contingencia reformista y repobladora.

Atención preferente merecen, en el transcurso de estos siglos, las fundaciones monacales femeninas. Todas las órdenes encuentran acogida entre las mujeres aragonesas. En el siglo Xl el cenobio de Santa Cruz de la Serós se organizará, en la Jacetania, bajo el patrocinio de Ramiro I y según la regulación benedictina. Próximo a Huesca se erige el monasterio cisterciense de Santa María de Casbas, que atraerá las donaciones de piadosos adeptos en los últimos años del siglo XII. Pero también las Órdenes Militares van a enraizar en Aragón. Propagadoras de los presupuestos espirituales que animan a la cristiandad a la defensa de los Santos Lugares, sabrán adecuarse a la realidad de los estados peninsulares, siendo favorablemente recibidas por aquellas mujeres que desean asumir el espíritu de cruzada a través de la práctica monástica. En el espacio aragonés, la Orden Hospitalaria o de San Juan de Jerusalén cuenta con dos enclaves principales: Grisén, en el bajo Jalón y Sigena, casa de fundación real, en los llanos monegrinos, que ocupará un lugar destacado en el mapa monástico de la nueva entidad política de la Corona de Aragón.

BIBLIOGRAFÍA

.ARCO Y GARAY, R. del (1952): «Fundaciones monásticas en el Pirineo Aragonés». Príncipe de Viana, XIII, pp. 263-338. Pamplona.
.DURÁN GUDIOL. A. (1962): La Iglesia de Aragón durante los reinaidos de Sancho Ramírez y Pedro I (1062?-1104). Roma.
.-- (1975): De la Marca Superior de Al-Andalus al reino de Aragón, Sobrarbe y Ribagorza. Huesca.

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