La orden del Císter, extendida en la Península en el siglo XII, arraigará hondamente en Aragón, afianzándose en la mayor parte del territorio, en la segunda mitad de esta centuria, con la fundación de numerosos monasterios.
Este nuevo monacato, reformador y dinámico, canalizador de las últimas corrientes y tendencias espirituales aparecidas en el Occidente cristiano, se impone a la ya desgastada opción cluniacense, defendiendo una ascética rigorista que se enfrenta al desviacionismo evangélico y a la relajación disciplinaria surgidos en el seno de las comunidades de «monjes negros».
Pero el éxito concreto del Císter, manifiesto en su rápido desarrollo y en su poderosa difusión por tierras aragonesas, se debe, sin duda, a la conjunción de dos factores simultáneos: Primeramente, al particular sistema de conexiones de los establecimientos hispano-aragoneses con las abadías «madre» francesas o con sus principales delegaciones peninsulares, centros rectores de las filiales al mismo tiempo que garantía de su supervivencia material y respaldo teórico normativo. En segundo lugar, al «rol» jugado por los cenobios como instrumentos políticos para la activación de la repoblación en zonas abandonadas o infrapobladas, o bien en enclaves defensivo-fronterizos, mediante la ordenación de su patrimonio territorial en "granjas".
En compensación a este esfuerzo colonizador, los monasterios se van a ver favorecidos por la monarquía, que los dotará generosamente con bienes inmuebles, concediéndoles, además, amplios privilegios, exenciones e inmunidades de toda índole.
En esta conjunción de intereses, Alfonso II de Aragón se revelará como el más destacado protagonista en el segundo término de esta contraprestación religioso-secular, ya que su protección y prodigalidad se desparramarán sobre todas las fundaciones cistercienses coetáneas, erigidas la mayoría de ellas bajo su patrocinio. En su gobierno se levantarán la mayor parte de las instituciones «bernardas» aragonesas, beneficiándose ampliamente y afianzándose las ya existentes. Con sus sucesores, Pedro II y Jaime I, seguirán siendo estas casas objeto de interés preferente, por encima de las pertenecientes a otras órdenes monásticas y religiosas.
Nuestra Señora de Veruela es la primera construcción del Císter en Aragón. Alzada en el valle alto del río Huecha, en las inmediaciones de la actual Vera de Moncayo, presenta unos orígenes cronológicos oscuros y confusos. Su fundación legendaria se relaciona con Pedro de Atarés, señor de Borja, mediando en ella la milagrosa aparición de la Virgen. Pero esta atribución ha sido y es muy contestada entre los investigadores, quienes tampoco coinciden al proponer una datación precisa en su instauración, fluctuando ésta ente 1141 y 1147. No obstante, será 1171 la fecha que marcará la consolidación definitiva del centro y de su comunidad. A partir de este momento, Veruela conformará un extenso patrimonio fundiario, con la anexión a su núcleo originario de tierras legadas en donaciones particulares y privilegios reales, que se extenderá principalmente por la cuenca alta y media del Huecha, llegando en su conjunto a superar, a mediados del siglo XIII, otros monasterios de la misma Orden, como Piedra o Rueda.
Nuestra Señora del Salz y la Juncería son dos fundaciones cistercienses zaragozanas cuya importancia estriba en haber sido las precursoras de la abadía de Nuestra Señora de Rueda de Ebro. El Salz se levantó en la margen derecha del río Gállego, en el límite de las actuales provincias de Zaragoza y Huesca, durante el gobierno de Ramón Berenguer IV. La Juncería, que anexionará los bienes territoriales del Salz tras la crisis de ésta y su posterior desmantelamiento, surge en las inmediaciones de la población de Villanueva de Gállego, apareciendo en la documentación hacia 1166, aunque tanto su cronología como su exacta ubicación sean imprecisas.
En la margen izquierda del río Ebro, en las proximidades de Escatrón, se erige el monasterio de Rueda. Su punto de partida data del año 1202, fecha en la que se establece en el lugar una comunidad de monjes que ha sido organizada años atrás en la Juncería. El emplazamiento de este monasterio en el Valle Medio del Ebro le impulsará a roturar un amplio tramo de la ribera del río, entre las localidades actuales de La Zaida y Escatrón, consolidando su labor repobladora en tierras comprendidas en el arcedianato de Belchite.
Nuestra Señora de Piedra es, junto con Veruela y Rueda, la tercera de las grandes fundaciones cistercienses aragonesas. Sus inicios se remontan a 1164, cuando un grupo de monjes, procedentes de Poblet, se instalan en «Piedra Vieja», tras el abandono de un primer enclave organizativo situado en Peralejos, en la provincia de Teruel. Su situación, más meridional que la de otras casas de la Orden, relacionará a Piedra con la empresa colonizadora del Sur de Aragón, culminada por Alfonso II.
El monarca ultima la conquista y la pacificación del territorio aragonés, acometiendo la fortificación de la frontera sur, impulsando y estimulando la ocupación de la extremadura turolense, en donde el monasterio de Piedra poseerá algunas «granjas» por concesión real.
Pero no es solamente Nuestra Señora de Piedra el único propietario de tierras en puntos avanzados de esta zona. Como justificación del sistema orgánico confederado en el que se estructura el Císter, aparece el priorato de Alcalá de la Selva, donado por Alfonso el Casto en 1174 a la abadía francesa de Selva Mayor, de la que pasó a ser una de las filiales más destacadas. La reforma cisterciense se proyecta así, en el Bajo Aragón, como arma que refuerza la conquista y la colonización territorial, contribuyendo directamente a la reordenación de la economía del reino, pero también como el medio más idóneo para mantener y fomentar los contactos ultrapirenaicos, contactos que, mediante lazos familiares, la monarquía aragonesa ya se había anticipado a establecer.
Mención especial merecen las fundaciones cistercienses femeninas, surgidas, asimismo, bajo los auspicios de la realeza. Hacia 1168 aparece la comunidad de Trasobares, fundada por monjas navarras procedente del cenobio de Tulebras, constituida en las proximidades de Borja. En 1173, doña Oria, condesa de Pallars, ordena erigir el monasterio de Nuestra Señora de Casbas, a escasos kilómetros de la ciudad de Huesca, que extenderá su patrimonio rural por la ribera del río Alcanadre e incluso por el valle del Jalón. Santa María de Iguazar o Iguacel, antigua propiedad benedictina perteneciente a San Juan de la Peña, pasa a formar parte de la familia cisterciense en 1203. Los rigores de su situación, en plena Garcipollera altoaragonesa, obligarán a las monjas a abandonar el lugar para trasladarse, casi de inmediato, a Cambrón, una de sus heredades fundacionales, situada junto a la actual Sádaba, en donde la comunidad permanecerá hasta el siglo XVI, época en la que se asentará definitivamente en el zaragozano convento de Santa Lucía.
BIBLIOGRAFÍA
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